Les saludo en este nada fácil inicio de año. Se acaba de ir enero (¡en qué momento!) y ya ha pasado tanto ... y no precisamente para bien.
Sabíamos que la elección de Donald Trump como presidente de los Estados Unidos traería consecuencias funestas para el mundo pero no es lo mismo anticiparlo que seguirlo prácticamente en vivo y en directo.
Si bien las deportaciones masivas de migrantes indocumentados no son exclusivas de su gobierno (la administración Obama, por ejemplo, deportó en sus 8 años de gobierno a poco más de 3 millones de migrantes) me parece que la saña y el discurso de odio con que se ha planeado y se está ejecutando son por demás excesivos. Es doloroso, sí, ver las imágenes de miles de paisanos vulnerados, violentados y criminalizados por una administración insolente y racista.
El Centro Nacional de Justicia para los Inmigrantes de Estados Unidos tiene información especial para que, independientemente de su estatus migratorio, la gente conozca sus derechos ante una amenaza de deportación. Por favor, compartan este link a quien crean que pueda ser de utilidad.
Pues bien. Me temo decirles que las cosas de este lado del mundo no están mejor.
Como quizás muchos saben, Alemania tendrá elecciones anticipadas el próximo 23 de febrero. La coalición de gobierno formada por los socialistas del SPD, los Verdes y los liberales del FDP fracasó después de tres años por diferencias irreconciliables en lo que se refiere a la política económica. Así que dentro de aproximadamente tres semanas, al rededor de 59 millones de ciudadanos seremos llamados a elegir un nuevo parlamento, que a su vez elegirá a un nuevo o nueva canciller.
Estamos, pues, en plena campaña política. Y junto a la economía, el tema migratorio será el que definirá el futuro próximo de este país.
Lo cierto es que una serie de desafortunados sucesos, no menores, han impregnado la campaña y han servido como pretexto para intensificar el discurso antiinmigrante en el país.
El pasado 22 de enero en la localidad de Aschaffenburg, al sur de Alemania, un refugiado de origen afgano atacó con un cuchillo a un grupo de menores de un jardín de niños que realizaban una excursión en uno de los parques principales de la ciudad. Un menor de dos años murió por el ataque junto con un hombre que intentó detener al agresor. Otra niña y dos adultos más resultaron heridos.
Las cifras sobre ataques con cuchillos en Alemania estremecen: en 2023, la policía del estado federado de Renania del Norte-Westfalia registró sólo en ese estado 3.536 agresiones con arma blanca en espacios públicos, una cifra significativamente superior a la del año anterior. Y en 2024, el atentado terrorista con cuchillo en Solingen, en donde tres personas murieron y seis más resultaron gravemente heridas conmocionó a la opinión pública. Después siguieron ataques con cuchillo en Moers, Recklinghausen y Siegen. Las cifras oficiales indican que en los estados donde se contabilizan estos delitos y se hizo un seguimiento a las nacionalidades de los perpetradores, en poco más de la mitad de los casos se trató de ciudadanos sin pasaporte alemán.
Todos los casos, una tragedia sin duda.
Pero lejos de dar continuidad al discurso que criminaliza, me gustaría centrarme en el denominador común que tienen la mayoría de estos ataques, que luego de ser investigados se ha descartado tengan cualquier vínculo con el extremismo: los perpetradores son hombres refugiados psíquicamente enfermos.
No pretendo justificar los sucesos, simplemente abordar un tema del que poco se habla y, me parece, sobre el que los gobiernos tendrían que actuar con mayor capacidad. Resulta que se estima que cuando menos el 40 por ciento de los refugiados que llegan a Alemania -y hay que subrayar el cuando menos- padecen trastornos psíquicos. Esta es una aproximación de la Asociación Federal de Centros Psicosociales para Refugiados y Víctimas de la Tortura (BafF) basada en estudios del profesor de psicología clínica de la universidad de Bielefeld, Frank Neuner. El especialista ha realizado estudios de manera aleatoria en centros de acogida a refugiados y en el 40 por ciento de los casos ha detectado una enfermedad psíquica. Para darnos una idea más amplia: entre la población general este promedio alcanza el 25 por ciento.
„Muchos refugiados se encuentran en situaciones de crisis y esto no se reconoce. En nuestra encuesta, identificamos una necesidad aguda de tratamiento en el seis o siete por ciento. Pero sólo porque lo reconocimos por casualidad“, declaró Neuner a la televisión alemana. El gran problema es que ni en los centros de acogida inicial ni en los albergues para refugiados hay exámenes que proporcionen información sobre su salud mental.
Y sí. La gente que huye de la violencia de sus países llega traumatizada, con estrés postraumático, depresiones agudas, e incluso pensamientos suicidas. Y aunque las autoridades son conscientes de la situación, resulta que no hay mucho que se pueda hacer para solucionarlo. Porque aunque parezca increíble, en Alemania recibir atención de un especialista en psiquiatría toma su tiempo, a veces meses. En el caso de los refugiados, la mayoría de ellos ni siquiera tienen derecho a ello. La Ley de Prestaciones para Solicitantes de Asilo sólo contempla la atención aguda, no la curación de una enfermedad. Además, el año pasado volvió a aumentar el tiempo que deben de pasar en Alemania para poder recibir prestaciones del seguro de enfermedad. De 18 a 36 meses.
Sí, el tema es complejo. Lo que resulta inaceptable es la instrumentalización que la extrema derecha hace de este tema para seguir ganando adeptos y criminalizar de manera general a los refugiados. Y lo más lamentable y también inaceptable, me parece, es la falta de respuestas sensatas y eficaces de los partidos tradicionales en el gobierno ante una ciudadanía cada vez más molesta.
Ya lo veremos el próximo 23 de febrero … y les contaré.
¡Hasta entonces!
Desde Berlín,
Yetlaneci
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Justamente; Considero que la inacción del gobierno en turno, permite que los sectores más radicales (en cualquier parte del planeta) capitalicen el descontento de la sociedad.